Quienes hemos
alguna vez caminado por el Castillo y sus boscosos alrededores hemos sentido el
aire nostálgico que nos evoca, inerte, como si preservase un trozo de tiempo
estancado a nuestra presencia, sutilmente, tendiéndonos la mano hacia el dulce recuerdo
de una tarde porfiriana, un alegre paseo en carruaje en el segundo imperio, o
tal vez, hacia la imagen de dos caballeros batiéndose en duelo al amanecer.
También suele
atraparnos de vez en cuando la sensación de hallarnos en medio de un campo de
batalla, entre cañones, parque y milicia. O si viajamos más atrás en el tiempo,
nos hallaremos en el prodigioso paisaje de un México prehispánico, el
Chapultepec de los tlatoanis, con hermosos manantiales y exuberantes jardines.
Diría Don Juan
Suárez de Peralta:
"Chapultepec,
que es un bosque que está de México media legüechela, que entiendo, si en
España su Majestad le tuviera, fuera de mucho regalo y contento, porque es un
cerro muy grajoso, de mucha piedra y muy alto, redondo que parece que se hizo a
mano, con mucho monte, y en medio de un llano, que fuera del cerro no hallarían
una piedra ni árbol. Tiene dos fuentes lindísimas de agua, y están hechas sus
albercas y hay en él mucha caza de venados, liebres, conejos y volatería la
quisieren. Verdad es que a mano suelen echar muchos venados los virreyes, que
tienen gran cuenta con él, y tienen si alcaide, que no es mala plaza. Es muy de
ver; encima del cerro, en la punta de él estaba un cu donde Moctezuma subía y los señores de México, a sacrificar,
ahora está una iglesia, que en ella se suele decir misa."[1]
No nos
sorprende que los conquistadores del viejo continente hayan quedado admirados
por el portento y el singular encanto perpetuo que durante siglos nos ha
maravillado a todos por igual. Esa exótica
y natural, además de indescriptible belleza ha cautivado al ojo del pobre y al
del rico; es quizá la razón de ser un lugar popular tanto para el modus vivendi del mexicano del siglo XIX
como para el ritmo de vida del mexicano contemporáneo.
Sangre, furia y
gritos arengados. Entre la apuesta y la vivacidad de presenciar la fiesta
brava, la ovación al gallardo torero que se viste de gloria en la arena. Un
regocijo único que difícilmente es equiparable siguiendo el ritmo de un
pasodoble; así es la arraigada tradición por excelencia que representa la
tauromaquia en la Nueva España, que desde sus inicios fue recibida con toda
cordialidad en estas tierras, llegando para quedarse.
Y qué mejor que
vibrar con fuerza deleitando su sabor en un recinto como el que nos ofrece el
cerro del chapulín. Este escenario, que albergó el palacio de Nezahualcóyotl
alguna vez y más tarde el Real Alcázar de Chapultepec nos narra su emotiva
historia.
"Vi salir,
muy admirado, todos los equipajes y numerosas cargas de don Juan Francisco de
Güemes y Horcasitas, conde de Revilla Gigedo. No fueron bastantes para
conducirlos las doscientas mulas que se tenían preparadas. Me aseguran, y lo
creo, que ninguno de los virreyes anteriores logró juntar como él, tan
numerosas riquezas. Buena mina es el gobierno de este México cuando no hay esa
cosa rara que se llama probidad.
Nos trasladamos
al palacio de Chapultepec, que estaba ricamente colgado y alhajado. Entre la
suntuosa variedad de los muebles, sobresalían dos notables escritorios
embutidos de plata que llegaban hasta el mismo techo: se les tenía valorado en
quince mil pesos cada uno. En ese palacio de Chapultepec estuvo recibiendo el
Virrey, con la cariñosa afabilidad que lo distingue, a todas las autoridades y,
entre ellas, al Santo Tribunal de la Inquisición, que fue a presentarle con
humildad sus respetos. ¡Qué hoscos, qué graves son esos señores! En el bosque
tuvimos lindas fiestas de toros; en una hubo un monte carnaval, y sobre él se
arrojó el populacho con alegre griterío cuando el Marqués hizo con el pañuelo
la señal respectiva, despojándolo en un santiamén de todo el enorme cúmulo de
cosas que lo llenaron: buenas ropas de hombre y de mujer, sacos de dinero, gran
cantidad de comestibles, animales como ternerillas, cerdos, pavos, corderos,
gallinas, palomas y qué se yo cuántos más; en la siguiente corrida hubo cucaña,
que nos dio mucho que reír, y el precioso y noble juego de la sortija, y en
otra, unas carreras de moros y cristianos"[2]
Las corridas de
toros se instauran en México con la llegada de los conquistadores en el siglo
XVI como una atracción exclusiva para [españoles] peninsulares, excluyendo de
ellas a criollos, mestizos e indios. Con el virrey Rodrigo Pacheco y Osorio en
1624, el palacio de Chapultepec sustituyó al pueblo de Guadalupe como sitio de
recreación para los nuevos gobernantes antes de llegar a la capital. De allí
parte el origen de esta alegoría festiva.
Más tarde,
cerca de 1788, otro virrey, don Manuel Antonio Flores, revive la idea de
brindarle a la capital novohispana una plaza de toros duradera y cuyos
productos sirvieran para resarcir al erario público de los gastos de
construcción del Castillo de Chapultepec, obra que quedó a cargo del ingeniero
don Manuel Agustín Mascaró.
Su idea no se
realiza como él la plantea en un inicio, mas se acuerda por comisión del
segundo conde de Revillagigedo construir una plaza que sería más tarde
edificada entre la Casa de la Acordada y Paseo de Bucareli.
La tauromaquia
por su parte continúa siendo una actividad importante económicamente y no solo
recreativa durante la época colonial, pues se sabe que sus funciones eran
utilizadas para financiar obras públicas e incluso la Iglesia se valió de este
recurso para construir algunos de sus edificios. Para el siglo XIX no se
registra una sola noticia sobre la realización de fiestas taurinas en
Chapultepec, aún cuando Maximiliano fuera un gran aficionado a este deporte.
¿Ahora podemos
recrear en nuestra mente, imaginando que por donde de paseo andamos se vivían
sendos espectáculos? Quizá. Podríamos transportarnos por un instante al tiempo
en que en Chapultepec hubo una plaza de toros, donde el sentir novohispano se
teñía de magnas fiestas, maravillando al espectador. Donde el regocijo y el
entusiasmo corrían junto con los toros en la arena al imponente grito de: ¡olé!
*Recomendación:
Coello, José Francisco, et. al., El
Bosque de Chapultepec un taurino de abolengo, México, Conaculta-INAH, 2001.
Estefanía Arellano
Relaciones Internacionales FES Aragón - UNAM
[1] Suárez de Peralta, Juan, Tratado
del descubrimiento de las Indias, facsimilar, México, Secretaría de
Educación Pública, 1949, p. 54.
[2] Valle Arizpe, Artemio, Virreyes y
virreinas de la Nueva España. Tradiciones, leyendas y sucedidos del México virreinal, México,
Aguilar, 1976, pp. 229-230.